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La novela en el tranvía

B. Pérez Galdós (1843-1920)

IEl coche partía de la extremidad del barrio de Salamanca, paraatravesar todo Madrid en dirección al de Pozas. Impulsado por elegoísta deseo de tomar asiento antes que las demás personas movidasde iguales intenciones, eché mano a la barra que sustenta la escalerade la imperial, puse el pie en la plataforma y subí; pero en el mismoinstante ¡oh previsión! tropecé con otro viajero que por el opuestolado entraba. Le miro y reconozco a mi amigo el Sr. D DionisioCascajares de la Vallina, persona tan inofensiva como discreta, quetuvo en aquella crítica ocasión la bondad de saludarme con un sinceroy entusiasta apretón de manos.

Nuestro inesperado choque no había tenido consecuencias deconsideración, si se exceptúa la abolladura parcial de ciertosombrero de paja puesto en la extremidad de una cabeza de mujeringlesa, que tras de mi amigo intentaba subir, y que sufrió, sin dudapor falta de agilidad, el rechazo de su bastón.

Nos sentamos sin dar al percance exagerada importancia, y empezamos acharlar. El señor don Dionisio Cascajares es un médico afamado,aunque no por la profundidad de sus conocimientos patológicos, y unhombre de bien, pues jamás se dijo de él que fuera inclinado a tomarlo ajeno, ni a matar a sus semejantes por otros medios que por los desu peligrosa y científica profesión. Bien puede asegurarse que laamenidad de su trato y el complaciente sistema de no dar a losenfermos otro tratamiento que el que ellos quieren, son causa de laconfianza que inspira a multitud de familias de todas jerarquías,mayormente cuando también es fama que en su bondad sin límites prestaservicios ajenos a la ciencia, aunque siempre de índole rigurosamentehonesta.

Nadie sabe cómo él sucesos interesantes que no pertenecen al dominiopúblico, ni ninguno tiene en más estupendo grado la manía depreguntar, si bien este vicio de exagerada inquisitividad se compensaen él por la prontitud con que dice cuanto sabe, sin que los demás setomen el trabajo de preguntárselo. Júzguese por esto si la compañíade tan hermoso ejemplar de la ligereza humana será solicitada por loscuriosos y por los lenguaraces.

Este hombre, amigo mío, como lo es de todo el mundo, era el quesentado iba junto a mí cuando el coche, resbalando suavemente por sucalzada de hierro, bajaba la calle de Serrano, deteniéndose algunavez para llenar los pocos asientos que quedaban ya vacíos. Íbamostan estrechos que me molestaba grandemente el paquete de libros queconmigo llevaba, y ya le ponía sobre esta rodilla, ya sobre la otra,ya por fin me resolví a sentarme sobre él, temiendo molestar a laseñora inglesa, a quién cupo en suerte colocarse a mi siniestra mano.

—¿Y usted a dónde va?—me preguntó Cascajares, mirándome por encimade sus espejuelos azules, lo que me hacía el efecto de ser examinadopor cuatro ojos.

Contesté le evasivamente, y él, deseando sin duda no perder aquelrato sin hacer alguna útil investigación, insistió en sus preguntasdiciendo:

—Y Fulanito, ¿qué hace? Y Fulanita, ¿dónde está?—con otrasindagatorias del mismo jaez, que tampoco tuvieron respuesta cumplida.Por último, viendo cuán inútiles eran sus tentativas para pegar lahebra, echó por camino más adecuado a su expansivo temperamento yempezó a desembuchar.

—¡Pobre condesa!—dijo expresando con un movimiento de cabeza y unvisaje, su desinteresada compasión. Si hubiera seguido mis consejos,no sería en situación tan crítica.

—¡Ah! es claro,—contesté maquinalmente, ofreciendo también eltributo de mi compasión a la señora condesa.

...

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